La pretendida huida del derecho urbanístico del derecho administrativo

En 1996, el por entonces Catedrático de Derecho Administrativo Sebastián Martín Retortillo publicó en la Revista de Administración Pública N.º 140 el artículo titulado: Reflexiones sobre la «huida» del derecho administrativo, en relación a la situación que ofrecía entonces el Derecho español y el paulatino abandono de los procedimientos de actuación administrativa para dar paso a la utilización de fórmulas de Derecho privado.

Pues bien, casi 30 años después parece que estamos viviendo un revival del fenómeno en nuestro campo del Derecho Urbanístico y son múltiples los ejemplos que conducen a dicha conclusión:

En el ámbito de planeamiento, la sustitución de los instrumentos reglamentarios por los estratégicos no normativos, el intento de desnaturalización de los instrumentos de planeamiento, la desestructuración y devaluación de sus contenidos y, por último, el vaciamiento de los efectos administrativos de las consecuencias de los incumplimiento de los requisitos y exigencias que los legisladores han previsto para garantizar o alcanzar unas ordenaciones que respondan a otros objetivos y determinaciones.

En el ámbito de gestión, podríamos hablar de la huida de todo mecanismo de equidistribución de beneficios y cargas o de distribución de costes e ingresos en toda intervención pública, singularmente en el medio urbano; la desafectación de las propiedades de cualquier tipo de deber, ya sea urbanístico o edificatorio; el hecho de que toda acción e intervención deba pasar a ser estratégica, deliberativa y, sobre todo, socializada, perdón, publificada, sin que el urbanismo como técnica tenga nada que decir (a lo sumo todo queda sujeto al marco subvencional o contractual público, pero de puro gasto público).

En el ámbito de disciplina (edificación y control posterior) el desbarre es total, con una función social de la propiedad “selectiva”, únicamente cuando hay negocio, o inexistente, cuando afecta al conjunto de la sociedad, hasta llegar a esa pregunta de quién es la administración para obligarme a algo, incluso cuando es beneficioso para la persona interesada o cuando hay derechos colectivos en juego.

En este escenario los operadores parece que suspiran por otros modelos jurídicos, acaso de raíz anglosajona, alemana, incluso italiana, de carácter más negocial y civil donde los planes no son más que bonitos dibujos llenos de "post-its" y no haya regulación vinculante, salvo para el gasto público en el mejor de los casos. Y da igual que los efluvios vengan de un lado que de otro, ambas corrientes están tratando de desmontar los instrumentos y mecanismos por los que, paradójicamente, somos envidiados fuera de nuestras fronteras (y no es que seamos acríticos con lo que tenemos, simplemente hemos tenido ocasión de viajar, ver, oír, hablar y comparar).

Todo conduce a la pretendida configuración de un nuevo modelo, a pesar de que como dijo el profesor Martín Retortillo: «En su misma elementalidad, señalan que el fenómeno que refiero responde, lisa y llanamente, a que el Derecho privado resulta institucionalmente inservible a la Administración pública en cuanto Poder público que actúa —concepto que a la postre será siempre determinante— para el cumplimiento de sus fines. Insuficiencia de las instituciones civiles para alcanzar y atender los objetivos que la Administración debe desempeñar. El Derecho administrativo, el derecho adecuado para ese obrar, en buena parte, en principio, no será sino un ordenamiento derogatorio del Derecho común. Son conceptos por todos conocidos: derogaciones en más, según la formulación ya clásica de J. RIVERO, que otorgan a la Administración un poder que no tiene cabida en las relaciones “interprivatos”. Pero también, junto a ello, derogaciones en menos, que la someten a mayores vinculaciones y sujeciones —recordemos, por ejemplo, la que se deriva del principio de legalidad—, cuyo alcance es obligado en todo caso tener también muy en cuenta».

Lo que en el fondo subyace en nuestro mundo urbano y urbanístico es, por parte de unos, la negación de la capacidad de intervención sobre lo privado por parte de la acción pública (la negación de la función social de la propiedad) y, por parte de otros, la pretendida socialización absoluta de la propiedad con su total vaciamiento, no solo de aquello que la hace cognoscible (su valor de mercado), sino, sobre todo, aquello que implica la igualación en pro de lo común (sus obligaciones) y sustituir una igualdad por una suerte de igualación dirigida y una función social por una función de la propiedad selectiva, que deja de ser igualdad. Todo ello pulsado y reforzado por una plétora de operadores y agentes que pretenden alejarse de las técnicas urbanísticas y huir de las reglas administrativas que nos hemos dado para proveernos de una serie de garantías, lograr una serie de resultados y hacerlo posible de una manera verdaderamente justa y podemos decir, algo más sostenible, incluso con sus imperfecciones.

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